AL FRESCO 14.07.2025
Llevamos varios años con un
adelanto importante de las altas temperaturas. La primavera, ese paréntesis efímero,
nos llevó a un mes de junio muy duro, especialmente para terminar la etapa
educativa. Para el cuarenta de mayo ya nos habíamos quitado todos los sayos y
estábamos entregados al abanico, aire acondicionado o ventilador.
El verano tiene connotaciones
mágicas debido a que es un período mayoritariamente vacacional, de reencuentros
y viajes. Tiene amantes, pero también detractores. Quizás lo idealizamos y nos
imponemos la obligación de ser felices entre chapuzones y barbacoas. Es posible
que en verano pesen más las enfermedades y los contratiempos ante la suposición
de que todos a nuestro alrededor están en el parque temático de la felicidad excepto
nosotros. La calor (en femenino, otra vez) agobia y paraliza, genera desasosiego
e incomodidad, malhumor y mal olor; condiciona la vida y las actividades
rutinarias. Me sonrío al leer el soneto “El verano” del almeriense Diego Alonso
Cánovas siguiendo la estela de Quevedo: “Desnudarme, escocerme, estar quejoso/
pálido, denso, antisocial, pasivo…”.
Pero no es un asunto baladí. Para
grupos vulnerables como indigentes, trabajadores o personas mayores puede crear
problemas de salud importantes o incluso la muerte.
Llámese cambio climático o no, la
realidad es que los veranos son cada vez más largos y tórridos. Sin embargo, he
encontrado en nuestra geografía lugares y viviendas en los que es posible
encontrar la felicidad hecha frescor. Nos empecinamos en vivir hacinados en
bloques de pisos en la ciudad, mal aislados, rodeados de asfalto y escasa
vegetación, donde tenemos que recurrir obligatoriamente a aparatos eléctricos.
Ha circulado por redes sociales una frase lapidaria: el calor que nos sobra,
son los árboles que faltan. Solo tenemos que alejarnos unos kilómetros y
adentrarnos en pueblos semiabandonados, con calles estrechas, a orillas de ríos
y bosques y veremos bajar las temperaturas significativamente. También en esto,
el mundo rural tiene mucho que enseñarnos.
En cuanto a viviendas, no conocen
el calor en las cuevas en las comarcas granadinas de Guadix-Baza, que tenemos a
poco más de una hora de distancia. Y en general, en las casas de pueblo suele
haber patios, portales, bodegas, habitaciones subterráneas o muros de medio
metro de ancho. Son construcciones que muchas veces hemos despreciado y con
ello también hemos ninguneado la sabiduría de quienes las hicieron. Quizá el
problema es que vendimos la casa de los abuelos o las destruimos para hacer un
bloque de pisos en un pueblo en lugar de restaurarla. Y con ello, hemos llevado
a los pueblos lo peor de la ciudad. Quizás no contemplamos la importancia de
los pequeños detalles: el lugar de una ventana, la orientación de una vivienda
o la amplitud de una calle.
El clima nos obligará a
reinventarnos. Para ello, debemos aprovechar la tecnología actual pero también
mirar hacia atrás, a la sabiduría milenaria con la que se ha construido la
supervivencia. Mientras tanto, les deseo que encuentren un rincón agradable con
un botijo cerca y un pueblo donde salir a tomar el fresco.